Solía pensar que nada de lo que hacía valía la pena,

Nada de lo que tenía en mis manos era suficiente, parecía tan poco y había llevado tanto esfuerzo.

Caminé siempre cabeza gacha esperando el momento preciso para erguirme y desafiar con la mirada, iba tranquila a paso lento, era una excusa perfecta para cubrir con flores el hedor de la inseguridad.

Pero lo cierto es que esos momentos se convirtieron en un futuro planificado solo para sentirme cómoda por un rato. Porque el momento jamás llegaba.

A veces nuestras expectativas nos llevan por caminos de fama que acaban desechados en la basura.

Otras veces aquellas pequeñas esperanzas nos empujan centímetros más cerca de la gloria.

Y así pase gran parte de mi tiempo, estancada entre dos caminos, sin presiones puesto que nadie opinó que debería elegir. Era como estar sentada frente al televisor de la vida, viendo como fluía sin que yo formara parte de ella.

Al principio lo acepté, no me importaba no hacer nada y creer. Pero aquellas ilusiones que habían nacido de una perspectiva absurda sobre los milagros, me dañaron. Originaron vacío y desesperación.

Bueno, digamos que un día, ese sentir desapareció. Fue como si alguien estuviera detrás de la silla y me hubiese dado un merecido golpe en la cabeza (mi alma otra vez). Toda aquella desorientación que confiaba que tenía se escurrió por el piso y se esfumó con los cálidos rayos del sol.

Y de pronto, reaccioné.

Perdida en mis indecisiones, buscando el perfecto Hoy, me encontré con algo que jamás vi. Una mujer, una persona, alguien que quería escuchar mi pulso acelerado por vivir.

Esa persona era yo, observándome desde la torre de la felicidad.

Y desde aquella vez, hoy me veo parte del mundo, comienzo lento pero no disfrazo futuros de momentos perfectos, ya no hay cabida para mis excusas en mi camino hacia la felicidad.